Historias de acá

Pueblo chico, pingo gigante: la escultura fálica que conmociona a Famaillá

Patricio es el autor de un pene colosal que ha roto la calma y ha generado especulaciones de todo tipo en la capital de la empanada. Quién encargó la obra, dónde la pondrán y el misterio en torno a su paradero actual. Fotos y video.

03 Jul 2022 - 12:10

El artista y la obra que está en boca de todos.

Hay quienes dicen que lo han visto, pero temen nombrarlo. No quieren caer en pecado, exponerse a la maledicencia o condenarse al escarnio público. Algunos lo han tocado y no lo dicen. Cuando lo hacen, bajan la voz al subsuelo clandestino del murmullo. Otros, le han sacado fotos a la distancia para convencer a los incrédulos. No saben si es o parece que es, pero eligen creer. Todos preguntan. Desde su confesionario laico, tras la reja del almacén, Mario es asediado por los curiosos. En Famaillá no son tan pocos, pero se conocen mucho. En Famaillá, los límites entre la realidad y la ficción, entre el original y la réplica, entre la esencia y la apariencia, a veces, se tornan demasiado difusos. En Famaillá, todos quieren saber de qué se trata. Mario tampoco piensa quedarse con la duda.

-  ¿Un pene?

-   Sí, un pene – contesta Patricio con solvencia.

-   Pero… ¿Un pene? – confirma, una vez más, Mario. No es que le desconfíe, pero todavía necesita convencerse.

-   Claro

-   ¿Eso usted lo está haciendo para Orellana?

Lo llaman pene acaso por pudor o exceso de solemnidad. En cualquier parte de Tucumán, un pene con más de dos metros de altura sólo puede ser un pingo. Un pingo gigante. Un pingo gigante que estuvo en boca de todos.

 

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El paisaje está paralizado en la gélida siesta de otoño como una Pompeya ecléctica y surreal. La Virgen de la Sonrisa no tiene sonrisa ni rostro ni brazos, sólo dos fierros que se abren en un abrazo trunco de ciborg. La campeona de la empanada ostenta, impasible, una amputación a la altura del codo. Un San Antonio fantasmal como el Ecce Homo difuminado alza a un niño con cabeza de pelota. Ambos piden gestos que los saquen de esa inmovilidad pétrea, pero adolecen de boca para gritar. El mastín tiene la cabeza rota y en el hueco descansan unos guantes de trabajo. Jesús está tirado en el piso en un rictus de perreo sufriente (Si Jesús, el original, tropezó ¿por qué este no habría de hacerlo?). Desde un costado de la galería, un fraile acompañado por palomas, renos y conejos parece mirar ensimismado la quietud de la escena donde, semanas atrás, entre santos, vírgenes y empanaderas, se erguía el pene. Titánica y grandilocuente, nervuda y palpable, la escultura del enorme menhir carneo despertaba la admiración y también el desconcierto. De su paso por el taller del artista Patricio Elías Carreño, han quedado unos testículos arrugados del tamaño de una pelota playera; cáscaras vaciadas de toda vitalidad. “Lo tuve que castrar”, confesará después el escultor con un dejo de frustración mientras un manto de misterio rodea al destino final de su obra monumental; un pingo gigante del cual ahora sólo conserva esas bolas tristes olvidadas en un rincón.

No hace falta preguntar por Patricio en el Barrio Oeste Sur de Famaillá. En la galería del frente de su casa funciona el taller a cielo abierto donde diseña y restaura esculturas. La fauna diversa de su arte lo delata y cualquiera que pase por ahí puede curiosear las figuras. El escultor y pintor de 37 años es funcionario del área de producción artística del municipio y ha sido autor de muchas de las obras que caracterizan a la capital de la empanada. También de las que embellecen plazas, iglesias y edificios públicos de otras localidades del interior de la provincia. Sus manos han modelado dinosaurios, aviones de guerra, próceres, figuras bíblicas y hasta un busto que le fue obsequiado al actual presidente Alberto Fernández. Además, pintó murales en el cementerio y en la sala velatoria municipal que recrea a la Plaza de San Pedro de la Ciudad del Vaticano. En una ciudad superpoblada de estatuas y réplicas de todo tipo, hubo una de sus obras que no pudo confundirse entre las demás ni pasar desapercibida: la escultura fálica hiperrealista de 2,20 metros de largo y 50 centímetros de ancho.

El busto de Alberto Fernández, una de las obras de Patricio Elías Carreño.

La puerta de su casa es un portal que separa dos universos. Afuera, las esculturas y sus esqueletos metálicos oxidados distribuidos de manera aleatoria entre bolsas de cemento, tachos de pintura, resinas y herramientas de trabajo. Adentro, la atmósfera se vuelve sacra por la proliferación caótica de cuadros, cruces y estatuillas de cristos, santos y vírgenes. Aunque heterodoxo en su composición, el ecosistema no es casual: los principales adquisidores de sus obras son los municipios y las iglesias. Pero la escultura fálica no fue un pedido de la intendencia y, mucho menos, del clero. “La propuesta surgió por pedido de un muchacho que se dedica a la animación de fiestas y eventos. Me consultó si podía hacerle una adaptación escultórica del toro mecánico en pene mecánico para que sea algo novedoso. Esta persona me pasó unas fotos y videos de Estados Unidos donde hay este tipo de entretenimientos, pero son muy de juguete, muy infantiles. Yo le dije que lo podía hacer más realista y a él le pareció fantástico”, revela Patricio, los ojos un tanto achinados, barba candado de excesiva prolijidad y cabello tirante hacia atrás a lo Steven Seagal.

El pasaje de toro a pingo suponía un gran reto para el artista. No se trataba de una obra convencional destinada al pedestal estático de una sala de museo, sino de una escultura activa y enérgica. Un pingo recio, inquieto y potente: “Él me trajo la estructura del toro mecánico donde va el motor y a eso tenía que adaptarlo. El desafío era hacer la obra en base a la estructura. Seguramente se iban a querer subir en la punta y eso implica todo un trabajo de ingeniería para que resista… No es sólo la figura escultórica, sino también su funcionalidad”.

Para que el pene sea un pingo hecho y derecho (o ligera y naturalmente torcido). Para que la escultura se vuelva una obra verosímil y no un pastiche pueril. Para que el arte cometa la osadía irreverente de parecerse a la realidad y magnificarla. Antes de que la magia suceda. Antes de que Patricio ponga en práctica su alquimia artística y sus manos laboriosas comenzaran a darle forma al pene gigantesco. Antes de pasar de la idea a la materia, tuvo que ponerse a estudiar: “En estos casos, lo primero que hago es un estudio anatómico para que la obra salga lo más real posible en cuanto a sus proporciones. Trabajo con fotos donde observo cómo es la estructura del pene, cómo está formado… Me gusta estudiar mucho, hago un estudio bien meticuloso en la parte teórica y visual”.

El taller a cielo abierto donde Patricio trabaja en sus esculturas.

No es cosa de soplar y hacer un pingo. La obra demandó más de dos meses de arduo trabajo. Hubo que soldar fierros a la estructura metálica para que el pene no se desarme al primer corcoveo. Hubo que tallar telgopor de alta densidad para lograr la curvatura del glande. Hubo que forrar la estructura con una malla metálica desplegable y luego envolverla en cartón. Hubo que modelar la cartapesta para que copie la forma cilíndrica. Hubo que pasar resina y fibra de vidrio en varias capas y luego lijar para emular la piel. Hubo que pintar con técnicas aerográficas el tono violáceo de las venas y lograr las transparencias propias de la epidermis peneana. Hubo que barnizar toda la superficie para que la obra devuelva una imagen homogénea. El resultado final fue un falo hiperrealista de grandes dimensiones. Un pene anatómico, bien proporcionado, surcado de venas y con pliegues en la piel.

La escultura del pene durante el proceso de modelado. 

Es tan perfecto que asusta. Nunca es justa la felicidad, reza una canción. Al pene no le faltaba nada, pero hubo quien consideró que tenía un sobrante. Aunque algunas teorías aseguran que el tamaño no importa, es probable que esta premisa no se aplique a un falo con más de dos metros. Para el empresario que había encargado la obra, un miembro de esa envergadura resultaba demasiado incómodo de transportar. A los fines prácticos de la escultura, razonó, los testículos eran un obstáculo. En otras palabras, el pingo tenía los huevos de adorno y había que cortarlos. Patricio no tuvo más remedio que proceder a la amputación. Después de todo, el cliente siempre tiene la razón.

 

*****

En los albores del arte vandálico infantil no existe hombre que no los haya dibujado. En los pupitres de la escuela, en los asientos del colectivo, en los rostros de los candidatos políticos que sonríen en los afiches, los niños y no tan niños dibujan penes. Quizás se deba a su simpleza figurativa, ya que es posible trazar uno sin despegar el lápiz del papel. La figura sale casi como por reflejo pavloviano: primero una curva alargada que comienza gruesa y se adelgaza hasta llegar a los testículos que se forman con una especie de letra E de carta acostada boca arriba. Claro que, en su afán de perfeccionamiento, hay quienes le agregan detalles: delimitan la cabeza del tronco, le suman vellos púbicos, venas, la muesca característica tipo hachazo en el glande y hasta una escupida eyaculatoria. Acaso se trata de una forma de devoción falocéntrica; una especie de idolatría inconfesa aunque ostensible de las masculinidades en su etapa formativa. O puro amor al pingo.

Tampoco es que el arte fálico se inventó y popularizó con la birome, por el contrario, en las culturas antiguas gozaba de mucho mayor prestigio que el actual. En occidente, varios siglos antes de Cristo, griegos y romanos lo ponderaban como un símbolo para invocar a la abundancia y alejar el mal de ojo. Lejos de tener el sentido obsceno y licencioso que algunos les otorgan en la actualidad, las esculturas y pinturas de falos erectos podían encontrarse entonces en las casas, en los teatros, en los mercados, en los santuarios, en los cementerios y colgados de los cuellos de los niños a manera de amuletos. Reliquia, fetiche o talismán, lo cierto es que les encantaba el pingo.

Cuando era un púber Patricio Elías Carreño descubrió que podía mercantilizar su arte apelando a un paradigma genital opuesto: dibujaba vaginas que vendía a sus compañeros de la Escuela de Comercio III. “En la secundaria yo ya era comerciante, pero no dibujaba penes, sino su contraparte, vulvas. Como sabía dibujar y en las clases de biología había que hacer las ilustraciones de los órganos reproductores masculino y femenino, yo aprovechaba. Los adolescentes estaban enloquecidos con dibujos así y yo los hacía por diez pesos… Andaban dando vuelta mis dibujos por toda la escuela”, recuerda cómo hizo sus primeras armas en el mercado artístico. En aquellos años, esa destreza le valió más de una reprimenda de parte de los docentes y directivos. No es que no admiraran su talento, sino que sancionaban su afán excesivamente realista. Patricio se defendía diciendo que eran solo dibujos y los profesores le respondían: “¿Pero por qué los hacés tan bien?”.

A diferencia de otros niños y movido por ese impulso de recrear con su arte los detalles de la realidad, siempre abjuró de las figuraciones fálicas tradicionales por considerarlas demasiado simplistas y alejadas del naturalismo: “Es muy común dibujar penes, por macanear, de manera vandálica, pero la verdad es que nunca sentí esa necesidad de dibujarlos porque son muy infantiles. Veo que todavía los pintan en las paredes con aerosol, los hacen grandes, pero yo tengo otro tipo de resolución… Si los hago, no los voy a hacer así. Hoy los veo y me parecen graciosos porque son muy naif… Me dan ganas de ir y corregirlos”.

Algunos de los murales que el artista hizo en el cementerio de Famaillá

“Desde que tengo uso de razón siempre dibujé, pinté y modelé. Mis primeras esculturas fueron de plastilina cuando era niño. Los dinosaurios siempre fueron mi pasión. Soy aficionado a la paleontología, a la anatomía, a la astronomía… Yo a todo eso que me gustaba lo dibujaba. Cuando estaba en la secundaria no sabía qué seguir estudiando, tenía esa incertidumbre, y me di cuenta que lo que unía todas esas cosas eran las artes plásticas”, comenta el artista que creció rodeado de los pinceles y las pinturas de su padre, Marcos Elías, que era letrista. Después de la escuela, siguió la carrera de artes plásticas en la UNT.

Hoy Patricio se define en el doble rol de artista y empresario del arte. Entiende el arte como una industria donde no alcanza con saber crear, sino que el artista también debe saber vender sus creaciones para poder vivir de su talento. Esa concepción aleja su obra de los circuitos académicos y de los grandes salones artísticos de la provincia, pero, a la vez, la acerca a un público más popular. Cualquiera que visite la ciudad de Famaillá y otras localidades como Alberdi, Aguilares o Simoca se topará con sus esculturas y pinturas en los espacios públicos. Entiende que, desde San Miguel de Tucumán, la elite del arte provincial suele mirar de forma despectiva ese tipo de expresiones: “Conozco las críticas que vienen del ambiente artístico de la capital y creo que hay muchos celos; el celo que tiene el artista por cosas que se hacen en otros lados. Muchos me dicen ‘por qué hacés eso en el interior y no lo hacés en la capital’ y es por la simple razón de que acá me pagan y allá no. Hay colegas a los que no les gusta mi manera de hacer arte. Me dicen mercenario, pero yo vivo de esto. Acá en Famaillá la obra artística va orientada hacía lo popular y no hacia lo kitsch como dicen muchos de esos críticos. A veces, no entienden que las obras se dirigen a un público que no es experto en arte”.

El avión Pucará, otra de sus obras. 

“Como artista vivir en una ciudad así es un lujo, pero creo que falta valorar más lo que se tiene. Es algo que trasciende el color político y se transforma en la identidad de un pueblo… Se transforma en un ícono y patrimonio cultural que marca un hito en la historia. El arte por ahí no es muy funcional, pero es una cuestión espiritual que te cambia el humor, la manera de pensar y de actuar”, reflexiona el escultor que ha encontrado en Famaillá una autentica meca artística que reúne a más de 500 obras distribuidas en distintos puntos de la ciudad y otras tantas que se encuentran en desarrollo en estos momentos.

Aunque se mantiene firme en sus convicciones, sospecha que la escultura fálica marcará un antes y un después en su carrera. Como un coloso que deja huellas por donde pasa, nada volverá a ser igual luego del pingo gigante: “No me veo igual en el futuro. Sé que es un objeto un poco controversial y que causa algo en el espectador, más allá de que sea un encargo y no una obra expuesta en un museo. Es una obra que va a tener su repercusión, buena o mala, pero esto me va a llevar hacia otro lado y está bueno porque creo que se me va a conocer más como artista”.


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En aquellos días, desde el almacén de Don Mario bastaba con estirar un poco el cogote para ver los primeros rayos del sol iluminando la ciclópea cabeza como una llaga rosada en el horizonte. La escultura se imponía entre las demás por su estatura y prepotencia de tótem. Por más que estuviera castrada, echada en el piso y tapada con unas rocas prehistóricas de telgopor, ya era demasiado tarde. La bola se había corrido y el rumor había llegado hasta los confines más remotos de Famaillá. No tardaron en aparecer visitantes ignotos que iban y venían por la cuadra oteando, como quien no quiere la cosa, hacia la casa del artista. Empezaron también las especulaciones más diversas: ¿Se trataba acaso de una versión estrafalaria y famaillense del Gusano Loco? ¿Una especie desconocida de ser prehistórico? ¿Para qué quería el intendente José Orellana semejante monumento? ¿Dónde lo pondría? ¿En la plaza? ¿En el balneario municipal?

“O es para el Orgullo Gay o no sé para qué”, arriesgó una clienta del almacén. Doña Caty, la vecina de al lado, confesó que en sus 76 años nunca había visto algo similar y felicitó a Patricio porque “le salió muy linda”. Mientras tanto, Mario reía y aprovechaba la volada para venderles cigarrillos sueltos y golosinas a los curiosos que se acercaban hasta el negocio a sacarle el tema. “La gente venía y preguntaba. Todos querían sacarse fotos con ese monumento. Creo que es original, un pene realmente muy bueno… La gente estaba admirada, le ha caído bien”, cuenta el almacenero el revuelo que causó la singular escultura en el barrio. Fueron días de charlas socarronas, comentarios mordaces y reactivación de las ventas.

“Mis compañeras de trabajo me preguntaban todos los días… La Rosa ha hecho como quince viajes para ver qué era. Entonces me vine y vi que era un pene… Muy linda escultura para mí, es algo que sale de lo común. Lo que él hace es muy hermoso”, comenta Karina, hija de Caty que se llegó hasta la casa de su madre para ver si era cierto eso que todos andaban diciendo. Y lo era.

“Los vecinos… te lo digo así a lo criollo: ‘Eh, qué te gusta manosearlo al pingo’, me decían… Ya era constantemente… Los amigos me preguntaban ‘¿Es de verdad eso? ¿Es un pingo?’ Y ahí ya se acercaba la gente a preguntar y de nuevo uno tenía que explicar todo de vuelta… Era una cosa de locos… La gente preguntaba cuál era el motivo de la obra, qué destino tenía… Todo eso”, relata Juan Barboza quien ayudó a Patricio en la construcción de la escultura. Más allá del aluvión de chistes y chanzas que debió tolerar a lo largo del proceso, el albañil que suele colaborar con el artista celebra haber trabajado en la edificación del pene: “Ha quedado espectacular. Para mí ha sido un halago haber participado en la obra ésta”.


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