LITERATURA TUCUMANA

Borges amasa albóndigas en la cocina

Un día después de un nuevo aniversario por el nacimiento del escritor argentino, Borges visita a un escritor tucumano y se convierte en regalo para un deleite onírico y musical. Todos los jueves publicaremos el cuento de un escritor y escritora de Tucumán. Aquí la primera entrega. | Por Juan Carlos Mon*

25 Ago 2022 - 20:16

A la mesa con Borges. La imagen es de Luz Boix

Una mañana desperté. Sonaba el bandoneón alumbrado por un cirio, pero nadie lo ejecutaba. Ahí fue cuando Borges ingresó a mi cuarto con el delantal de Elba, la criada.

-Voy a estar acá hasta el mediodía para servirle -dijo. Le preparé el desayuno. Por cierto: feliz cumpleaños.

Quedé desconcertado pensando en qué nombre le pondría a esta escena. Mientras me vestía, el olor del café empezó a invadir la casa. Borges cantaba en la cocina. Solo interrumpió su gorjeo para decir: 

-¡Vamos que se enfría!

Era pasmoso ver esas manos gorditas sirviendo el café, tostando el pan que se suponía yo había ido a comprar, o sabe Dios de dónde lo había sacado. Es que no acostumbro a comprar el día anterior el pan del desayuno. 

Cuanto más avanzaba la mañana, con más naturalidad se presentaban los hechos. Sabía por el artículo 71 del Código Civil que “naciendo con vida no habrá distinción entre el nacimiento espontáneo y el que se obtuviere por operación quirúrgica”. 

Lo cierto es que mi mente no distinguía cómo había nacido en esta realidad Jorge Luis. También sabía que a él no le agradaba que lo llamaran por su nombre. Gustaba del Borges a secas. Empero, mi familiaridad con Borges no me inhibía en nada y la ausencia de Elba no libraba batallas en mi mente. 

Opté por dejarme servir durante esa mañana por el escritor. Cuando terminé mi desayuno partí al estudio que por gracia de mi madre lo había instalado en mi propia casa. Los expedientes estaban sobre el escritorio, esa mañana debía trabajar sobre una nulidad, pero Borges, antes de empezar, me recomendó que leyera el Salmo 35: “Oración de un inocente acusado y perseguido”. Le hice caso y al disponer mi lectura, Borges salió del estudio diciendo por lo bajo: “Combate, Señor, a los que me atacan, pelea contra los que me hacen la guerra”.

Pensé en ese momento si Borges no me habrá estado declarando la guerra o si, simplemente, me encomendaba a mi tarea. Hasta las once de la mañana estuve leyendo jurisprudencias y no había tomado respiro, empezaba a desear el primer cigarrillo de la mañana y me apresté a fumarlo. 

Como de costumbre sintonicé Radio Colonia para que en el ínterin escuchara las críticas de las obras de teatro de aquella ciudad. Viajaría el fin de semana y el casino ya no me interesaba como en otras épocas. Además, Mariana, la madama de Colonia, siempre estaba dando vueltas para ver quiénes serían sus potenciales huéspedes en La Alondra, la mejor casa de meretrices del Río da la Plata. 

En fin. El segmento espectáculo comenzaba a las 11:15 como todos los jueves con Garufa, ese tango que tanto me emocionaba. Era imposible no imaginarme con mi smoking bajando o subiendo las escaleras del Teatro Nacional con pretensiones de bacán. No sé por qué mi mente asociaba una secuencia tan frívola con este edificio majestuoso. Quizás haya sido porque en la mayoría de mis salidas al teatro encontré gente banal que solo asiste al espectáculo para regocijo de la vanidad. Terminé mi cigarrillo y el locutor comenzó con la reseña de la obra de Petrescu, Última noche de amor, primera noche de guerra. 

Mientras se comentaba la trama, Borges entró con una bandeja con una taza café y dijo: 

-Le va a doler la soledad. 

Decidí finalizar un poco más temprano mi tarea, alcé mi taza y la llevé a la cocina movido por la curiosidad de encontrar a Borges preparando el almuerzo. Ahí estaba con el delantal que le marcaba la panza, las mangas del pulóver arremangadas y las cejas llenas de harina, haciendo albóndigas. Al sentir mis pasos giró la cabeza y expulsó: 

-Hoy: albóndigas con salsa carbonara. 

Me reí porque solo mi madre y Elba sabían homenajearme el día de mi cumpleaños con ese menú, un menú perfecto para el frío de junio. Mi duda era si Borges comería conmigo o partiría antes. Él también debía de festejar algo en esa fecha supuse tratando de dar un poco de coherencia a mi mente. No era posible que no fuera una entidad corpórea: había servido el café, amasado las albóndigas.

-No se preocupe -dijo, como si leyera mi mente-. Si no es molestia, le cuidaré la casa durante su estadía en Colonia. Podría acompañarlo pero eso de cruzar el charco a mi no me suena a nada, además está usted listo para ese viaje. En un minuto pongo la mesa y sirvo.

-Le estaré siempre agradecido, Borges. Con respecto a su comentario de esta mañana, ¿por qué dijo que me dolería la soledad? 

-Era eso –dijo-, y comenzó a poner la mesa.

Luego agregó: 

-Discúlpeme que le diga esto, doctor, y en el día de su cumpleaños, pero un hombre que se roba tiempo a sí mismo y pretende experimentar en el arte una representación de la vida no hace más que aumentar la tensión de su existencia. Es más, nunca yo mismo pude poner en reserva mi propia vida mientras escribía: siempre sabía que la ponía en evidencia, no me pida que le explique más claro, limítese a vivir para curarse. Ese es mi consejo.

Mientras lo escuchaba, me pregunté cómo habrá sido soportar la propia existencia de ser Borges sin tratarse de maestro a sí mismo. 

-Cuando morí no me alejé porque vi muchas caras con semblante de resignación, aunque también vi a gente feliz por mi partida, pero lo cierto es que nunca viví en su soledad. Por eso lo vine a acompañar. 

Me hablaba como quien conoce la providencia de mi destino y está dispuesto a servirlo. Cuando terminó de lavar los platos, se quitó el delantal, lo colgó detrás de la puerta de la cocina, se acomodó la camisa y el pulóver. Yo, como si fuese que estuviera con Elba, separé los 700 pesos que me cobraba por los quehaceres de la casa diariamente. 

Cuando recibió el dinero acomodó los billetes de menor a mayor y los guardó en su pantalón, se disculpó por no poder tomar un café alegando que lo esperaban en la estación de trenes. Volvería por la tarde antes de que yo partiera a Colonia.

***

*Juan Carlos Mon es escritor tucumano. Acaba de publicar su primer libro de cuentos San Palito. Director de la revista El Gueto. Desempeña funciones en la biblioteca de la Facultad de Artes. Podés contactarte con él a través de su Instagram. 


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