Historias nuestras

Mis fotos con papá, un álbum de imágenes rotas

Una foto de niño en la Ciudadela, la disputa histórica entre dos hermanos y Tino Costa arengándo a Pepe en su partido más difícil. Cómo reconstruir un rompecabezas de recuerdos.

04 Sep 2022 - 14:14

Una de las pocas fotos que se salvaron: el día que fue Don Johnson.

Cuando era chico mi hermano, Juan, insistía en que el de la foto era él. En la imagen aparece mi papá, Pepe, con un sombrero de cowboy de San Martín en el campo de juego de la Ciudadela. A su lado, un niño con un gorro y una camiseta de algodón del santo mira, desafiante, a la cámara. Yo al principio me reía, pero siempre terminábamos discutiendo a los gritos y él llorando.

–Mirá, mirá –decía mostrándole mi antebrazo– yo soy blanco como el de la foto, vos no.

–Yo era más blanco de chiquito.

–¿Qué te han puesto mucho bajo el sol? Además, el de la foto tiene tu edad de ahora.

Al no poder explicar esa paradoja temporal, Juan me tiraba unas patadas y salía corriendo. Yo a veces lo perseguía, a veces no. Dependía de mis ganas de pelear que, a esa altura, no eran tantas. Cuando a los cinco años mi papá me dijo que iba a tener un hermano sí que las tenía. Me las agarré con él. 

Todavía enojado, una tarde, cuando me llevaba al jardín en el asiento de atrás de su bicicleta, comencé a gritar: “Este hombre me está raptando”. Como nadie me daba bolilla, metí a propósito un pie en los rayos de la bici. Nos caímos y terminé en el médico. Esa noche mi papá me regaló un muñeco de Rambo para amigarse. Hay una foto donde estoy presumiendo con mi ninja blanco y lo hago llorar a Juan. Sin embargo, es otra la foto que ilustra mejor, por un lado, las consecuencias de mi berrinche en la bici y, por el otro, la relación con mi papá.

Si bien no me llegué a fracturar, por mi lesión en el pie, falté unos días al jardín. La tarde de mi regreso, al entrar al edificio de la escuela, vi pasar corriendo a un pequeño Batman, un Zorro, una payasa, una coneja, un ninja y hasta a un Chapulín Colorado. Entré en shock. Ese día había que ir disfrazado y no lo sabía. Al verme angustiado, mi papá, que suele ser un tipo de pocas palabras, me sacó el delantal y me dijo:

–Vos sos uno de División Miami, ¿no ves que usan pantalones blancos también?

Creo que, a partir de ese día, cuando sin disfraz me convirtió en Don Johnson, comencé a perdonarlo por haber traído a Juan al mundo. 

El perdón definitivo, quizá, llegó en un episodio que terminó alejándonos. A pesar de la reticencia de mi mamá que lo consideraba peligroso, un domingo me llevó a un clásico con Atlético. El partido fue suspendido por incidentes e incluso tiraron gases lacrimógenos a la tribuna. Recuerdo a mi papá como una especie de Rambo de la Ciudadela alzándome hacia la parte más alta donde no llegaban tanto los gases. Lo veo sacándose su camisa y, de alguna forma, encontrar agua, mojarla y cubrirme la cara para que los efectos del humo disminuyesen. Me pidió que no contara nada, pero me fue imposible: apenas llegamos a casa le describí a mi mamá el escenario como un combate contra el Vietcong. Estaba orgulloso de la hazaña, desconociendo que por este hecho mis domingos en la tribuna se discontinuarían hasta prácticamente extinguirse. Por eso, Juan no podía ser el de la foto. Mi viejo, que había seguido a San Martín desde adolescente, dejó de ir a la cancha.

En un día de furia en mi adolescencia rompí varias de mis fotos. Creo que la que desencadenó todo fue una en la que estaba disfrazado de bandera con un gorro frigio rojo como el sombrero de papá pitufo. Mi mamá se la había mostrado a una compañera y me molestó esa exposición. Quizás por eso no tengo fotos con mi papá en la adolescencia: o las rompí o nunca nos las sacamos. Tampoco hay fotos suyas con su ropa del taller. Desde los quince años trabajó en talleres de chapa y pintura. “Olor a papá” decía de chico al sentir el perfume del tinner y todavía hoy sigo disfrutando de ese aroma narcótico. Pero es cierto también que por esos años de mi adolescencia lo fui cambiando por el olor a viejo de los libros. Mi papá es un hombre práctico, que intenta arreglar cosas, aunque sea desarmándolas, limpiándolas con alcohol o soplándolas, mientras que yo me fui sumergiendo cada vez más en la lectura. Si a mí siempre me fascinaron las palabras, él en general es callado, silencioso, salvo cuando presume sus habilidades en la cocina. Nuestro tema de conversación siempre fue el fútbol y los increíbles apodos de algunos de sus amigos como radio rota o ropero desarmao. Cuando murió mi abuela llevábamos un tiempo distanciados y hablábamos poco. Recuerdo que no lo vi llorar, ni decir nada, solo estaba paradito como un centinela acomodando la ropa de su madre muerta. En ese gesto, en el obsesivo alisar un pliegue de un vestido, estaba diciendo todo a su manera. Intenté escribir un poema con esa imagen y fracasé. Quizás debería tratar soplándolo o pasándole un trapito con tinner al texto.

Arreglar algo como un acto de fe. Comunicarse por meet con otros que tienen la cámara apagada. Mantener encendida una luz de una casa abandonada como un intento de recordar que allí hubo vida. Mi viejo saludando por una ventana cada vez que le dejábamos agua o imaginando que la gatita que ve en los techos del Centro de Salud es una enviada de su gata, Peky. Las imágenes de ese tipo se multiplicaron durante la pandemia, a modo de gestos desesperados por recuperar algo sin saber bien qué. Quizás por eso, con mi papá internado por Covid, me puse a ver fotos viejas y Juan tuvo que reconocer, más de veinte años después: “Sos vos el de la foto”.


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