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"Desolador es la palabra": tribulaciones de una cajera de súper en el comienzo de la era Milei

Historias de acá

Mónica habita la última trinchera que separa al mercado de la calle. Desde su puesto de trabajo percibe el humor social y las quejas por la suba de los precios. Así la ve y así la cuenta.





Desde que cualquier góndola es un circunstancial muro de los lamentos, la frase que Mónica más escucha de boca de los clientes del supermercado es “no puede ser”. Con afán pedagógico, repasa el precio de cada uno de los artículos que acaba de cobrar para terminar constatando que la cifra es correcta. Sabe para sus adentros que lo correcto no es necesariamente justo, pero su dictamen es matemático y no filosófico: el número no miente. Tiene casi 30 años, una sonrisa mansa, modos amables y la paciencia entrenada a fuerza de haber trabajado los últimos cuatro años de su vida ahí como cajera. Si tiene que escuchar, escucha. Si tiene que explicar, explica. Y si le dan charla, conversa. Podría decirse que Mónica le pone onda. Es una laburante más como tantas otras y tantos otros, pero del otro lado ahora hay alguien que la mira como su peor enemigo.

“Hay mucha cara de sorpresa; una cara como de no puedo creer que estas dos o tres cositas salgan 20 mil pesos. Cuando les decís el total de la compra a los clientes, te dicen ‘no puede ser’. Yo ahí blanqueo los ojos y les empiezo a decir con toda la paciencia del mundo: ‘mirá, tenés tanto de esto y tanto de lo otro’. Pero te vuelven a repetir ‘no puede ser’. Y muchos se quedan atrás tuyo revisando el ticket”, explica la cajera de un supermercado de la capital tucumana. Está convencida de que el estupor de los clientes comienza en las góndolas y se vuelca luego en la línea de cajas, la última trinchera que separa al mercado de la calle; vale decir de la realidad: “Este es el lugar donde la gente más despacha sus odios. En la caja siempre dan sus opiniones, es como que sos la cara visible, alguien con quien se pueden quejar”.

El lamento no es nuevo, reconoce Mónica. El malestar con los precios tiene larga data: “Antes de las elecciones, la gente ya se quejaba de los precios. Te decían que todo estaba caro, que dónde vamos a ir a parar… Todo el tiempo así”. En noviembre pasado, en las vísperas del balotaje de las elecciones presidenciales, la queja solía estar acompañada de álgidos debates políticos que, no pocas veces, terminaban con insultos entre clientes que defendían a los bandos antagónicos. Desde su lugar frente a la caja registradora, ella seguía divertida las discusiones que nunca pasaron de un intercambio de gritos.

Una vez consumado el triunfo de Javier Milei, las primeras medidas económicas anunciadas por el ministro Luis Caputo en diciembre implicaron una devaluación del peso en un 51%. Con salarios congelados y sin control de precios, el impacto resultó muy fuerte en los valores de los alimentos para sorpresa de la casta trabajadora. “No todas las cosas han subido por igual, lo que sí puedo decir a ciencia cierta es que todo ha subido. Por darte un ejemplo, la harina sale 1000 pesos y hasta hace dos meses salía 300 pesos, porcentualmente, es muchísimo. Los fideos aumentaron un 100%, el doble. Creo que lo que más ha subido en este tiempo son los productos de limpieza… los dentífricos es increíble lo que salen, deben haber subido más del 100%”, explica.

Según revela, ante este panorama, la lamentación de la clientela por la vertiginosa escalada inflacionaria siguió como en los meses anteriores, pero ya sin demasiado debate: “La gente ya no emite opiniones políticas, sólo se queja de los precios. Antes de las elecciones estaban con que el cambio esto, el cambio lo otro, pero ahora no dicen nada”. Mónica busca las palabras para describir lo que puede vislumbrar desde su panóptico en los rostros que se suceden del otro lado de la cinta transportadora: “No sé bien cómo explicarlo, no veo enojo, pero sí veo caras de preocupación y como de resignación”.

Aunque excepcional en el clima general, ha detectado también algún atisbo de esperanza: “La semana pasada, me tocó cobrarle a una señora de unos 40 años, muy amable ella. Eran como 30 mil pesos su compra. A la hora de pagar, me dice ‘no llevo nada y mirá lo que es, pero yo tengo mucha esperanza’. Entonces, le pregunté ‘¿esperanza de qué?’. Y me contesta: ‘De que ya estamos mejor con este presidente, ya van a bajar los precios. Mi hijo sabe algo de economía y dice que todo va a mejorar’. Mientras me hablaba de la esperanza, me pidió dejar algunos artículos porque no le alcanzaba la plata. La verdad que no podía entender, siento que pesa más el relato que la realidad”.

¿Cuándo van a bajar los precios? Esa es otra de las preguntas frecuentes de los clientes por estos días. Aún a riesgo de parecer antipática, elije siempre contestar con absoluta franqueza y la respuesta, invariablemente, es ‘Nunca’.  “La realidad es que, en términos generales, nada ha bajado de precio. Solo las gaseosas, pero porque estaban cerca de la fecha de vencimiento. Vendían las gaseosas muy baratas porque ya se vencían. Igual, no son nada baratas teniendo en cuenta los precios de hace dos meses. Hace dos meses estaba a 250 pesos la Coca de medio litro y ahora sale 400 y sólo porque están cerca de vencerse. La gente ahora está llevando lo justo y necesario”, detalló.

En relación a otros años, este es un enero bastante atípico según comenta: “Parece que nadie se ha ido de Tucumán, las vacaciones son venir a la playa de estacionamiento del súper. Antes, en enero nos rascábamos porque no venía nadie y ahora nos toca atender a bastante gente”. Pero a Mónica no le disgusta el ajetreo ni la fila constante de clientes, sino esas miradas escrutadoras que la condenan todo el tiempo como si fuera la responsable de la suba de los precios.

“Como los precios cambian todos los días, a veces los repositores no llegan a cambiar las etiquetas en las góndolas, entonces, cuando los clientes llegan a la caja hay una diferencia en el precio y tienden a echarte la culpa a vos; creen que soy yo la que les cobra más caro, no entienden que ese es el precio que a mí me sale en el sistema… La gente tiende a alterarse conmigo como si los estuviera choreando. Te juro que me gustaría hacer un estudio sociológico de por qué la gente a veces es tan pelotuda”, comenta una de sus penurias más comunes.

Otra de las acusaciones a las que se enfrenta a diario es la de ocultar algunos artículos con fines especulativos: “Pasa que hay algunos productos que vienen faltando, como el arroz, que hubo un par de semanas en las que no había nada de arroz. Y la verdad que no tengo idea por qué no hay arroz, trabajo acá y no lo sé… Te acusan de que los tenés escondidos, pero esta es una sucursal. Yo no sé si los esconden en Buenos Aires, pero acá no llegan”.

Desde su puesto en la línea de cajas, Mónica respira hondo, busca templanza en lo más profundo de su ser, apela a una sonrisa prefabricada, endulza con histrionismo la voz. Pero no hay caso, no la ven. Cuando la miran, no es a ella a quien miran. No ven a alguien remando en el mismo barco sacudido por la tormenta: “Como laburante, veo los precios y me quiero morir. Yo también hago mis compras acá en el súper. Los clientes a veces te vienen con un discurso como si una viviera en Finlandia, entonces no me queda otra que decirles ‘y sí, a mí también me cuesta eso’. La gente muchas veces piensa que vos sos empleado suyo… piensan que te pueden ningunear y la realidad es que yo trabajo para una empresa y mi trabajo a veces es atender pelotudos… Somos un gremio bastante maltratado”.

¿Y qué es lo que Mónica ve en esos cientos de rostros rumiantes de hastío que se le ponen enfrente a diario? ¿Qué le dicen esas miradas tantas veces inquisidoras; tantas otras veces anhelantes de una caricia humana por mínima que fuera? ¿Qué alcanza a leer en las nervaduras existenciales de estos tiempos? Mónica ahora hace silencio y se toma unos segundos para responder: “Es una tristeza, pero una tristeza rara… Veo mucha gente como entregada, no entiendo bien por qué… parece gente sometida, te juro, suena horrible, pero es como una especie de síndrome de Estocolmo… Veo un ambiente ¿cómo decirlo?... Desolador es la palabra. Pagan porque tienen que comer, pero no hay esperanza”.